Diez años atrás, viernes, un claro síntoma puso en guardia a Antonio. Le mente funciona rápido y comprende lo que ocurre. No puede por menos que comentarlo con su pareja. El rostro de preocupación se hizo patente. Dejó pasar unas horas, la noche se hizo larga, muy larga. Fue imposible conciliar el sueño, el mundo se le venia encima.
Por la mañana, temprano, llama a un compañero y le pone al corriente. Sin mediar más palabras y sin mostrar sentimentalismo ni rastro de pena le indica, de forma profesional, lacónica y casi abrupta, lo que tenía que hacer, sin pérdida de tiempo. Agradeció que tomará esa decisión pues estaba paralizado. Sus palabras le sirvieron de acicate, le espolearon para tomar el camino del hospital y ponerse en sus manos como un enfermo más.
Ya en la consulta las miradas de ambos médicos se cruzaron, sabian los dos que es lo que ocurría. Una breve, muy breve historía clínica y la indicación de una prueba complementaria que, a la sazón y con toda seguridad daría con la confirmación del diagnóstico. No cabía ningún lugar a la duda, la sospecha diagnóstica se reflejo en
ambas mentes. No hubo ninguna palabra de consuelo, ni de cariño. Los dos eran profesionales y sabían que terreno pisaban.
Con una losa encima atravesó de extremo a extremo aquel pasillo largo y amplio, recortadoas sus paredes con grandes ventanales acristalados. Los pasos que ahora daba Antonio recorrían aquellos metros que tantas veces había hecho en sus guardias de hospital pero, ahora, no era para acudir a ver a un enfermo ingresado requerido por la enfermera de planta sino para, como enfermo, recoger la solicitud del estudio preoperatorio. El médico... había pasado al otro lado, era un paciente más.
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